La aglomeración y el bullicio que imperaba en esa turística calle de la costa levantina apenas permitía fijar la mirada en ningún sitio concreto. Cada cual estaba concentrado en degustar el contenido de los platos que decenas de camareros servían sobre las mesas de las terrazas de los muchos restaurantes instalados en esa calle. Pero un sonido de violín que desprendía unas hermosas notas, se había abierto hueco entre el jaleo que reinaba para regalarme los oídos y llamar mi atención. Un muchacho de apenas dieciocho años tocaba virtuosamente el instrumento, ajeno al poco aprecio que se le deba en el entorno. Caminaba despacio parándose un instante en cada mesa, respondiendo con sonrisas a la prácticamente nula atención que le prestaban. Deposité una moneda en el pico de la mesa un instante anterior a que se acercase. Me miró interrogante y con un gesto le induje a que la cogiese. La sonrisa que llevaba inscrita en sus ojos contagió a todo su rostro envolviéndonos en un momento de magia que desapareció todo el entorno, permaneciendo esa hermosa sonrisa que nos envolvió para instalarnos en la misma gloria. Cuando contemplamos como se alejaba, nos sentimos  deudores con esa persona. Que poco que le habíamos dado, comparado con su generosidad que nos transportó en un instante a la más alta sensación de la felicidad.

Ramón Alcañiz Úbeda