Intentaba por todos los medios ocultar su rostro de las miradas de decenas de personas que pasaban por la acera. Era incapaz de controlar el aluvión de lágrimas que se precipitaban de sus ojos. La chica, a unos pocos pasos por detrás, le seguía incapaz de encontrar el argumento que fuese capaz de tranquilizar a Leo.

Se habían conocido apenas dos semanas antes de esa noche de despedida. Como casi todos los jóvenes, había venido de vacaciones con la sola intención de pasárselo bien, quería vivir a tope esos días y sobre todo la noche, habiendo sido decisivo para elegir la ciudad, la fama de sus fiestas nocturnas.

En los primeros momentos de haber llegado y hasta que les asignaran las habitaciones, salió a pasear por los alrededores del hotel, mientras sus amigos dormitaban en los sillones de la recepción.

En la acera por donde paseaba, a unos pocos metros, una señora que se desplazaba en una silla de ruedas eléctrica, en un pequeño descuido se le había salido una de las ruedas de la acera, cayendo lentamente hacia la calzada. Varias personas que pasaban por la zona se acercaron con precipitación, intentando socorrer a esa persona impedida para el movimiento.

Ahora, en ese momento que era incapaz de controlar sus emociones, recordaba el rostro de Irene, suplicante ante la imposibilidad de levantar a esa señora ella sola. Una vez estuvo todo recompuesto y mientras esa chica le daba las gracias se encontraron sus ojos, descubriendo Leo, la mirada más hermosa y limpia que jamás había visto. Apenas entendía lo que le decía, él sabía poco español, y ella, cuando se dio cuenta intentaba explicarse en un inglés de academia que tampoco era muy entendible para el sorprendido chico. De todas formas, aprovechando el pequeño problema de entendimiento, alargó todo lo que pudo la conversación con Irene.

Al día siguiente, al tiempo que sus amigos dormían después de pasar una noche interminable de fiesta, Leo patrullaba la calle a la misma hora del día anterior con la esperanza de que esa chica volviese de la playa por el mismo lugar, y más o menos a la misma hora.

En la discoteca la noche anterior, sin pretenderlo, no dejó de buscar, sintiéndose defraudado cada vez que le parecía que era y luego no. Ahora, sentado en los escalones de la entrada de su hotel, buscaba sin cesar sobre todas las personas que pasaban por la calle, estaba convencido de que volvería a pasar por allí y además necesitaba que así fuese. Irene no pudo disimular la sonrisa cuando lo vio acercarse rojo como un tomate, apenas necesitaron palabras para saber muy bien lo que ambos querían.

Disfrutaron de las jornadas. En la playa, paseos, meriendas… Intentando con urgencia conocerse. Después, sin darse cuenta, en unos pocos días, había surgido un sentimiento que para ambos era extraño, y aunque ellos no supieron o no quisieron ponerle nombre, seguramente era el amor. Aunque ellos de esa circunstancia no estaban siendo conscientes, distraídos en la sensación de bienestar que proporciona una compañía muy agradable.

Leo, prácticamente no había compartido nada de su tiempo con el grupo de amigos que había venido, ellos dormían de día y por la noche fiesta. Él pasaba todo el día con Irene y la noche en vela, pensando en ella, haciéndose muy largo el tiempo que quedaba para volverse a encontrar. Algún compañero le recriminaba recordándole que habían venido a divertirse, y todos lo estaban haciendo, menos él, que se le había puesto cara de bobo.

Al sentir la mano de Irene posarse sobre su cabeza con la intención de calmarlo, el temblor que sentía en su alma se le extendió por todo su cuerpo. Estaba convencido de que seguramente esta era la última vez que sintiese su tacto sobre su cuerpo, era consciente que la tremenda distancia física que le separaba seria un impedimento para seguir con esa relación tan única como sentía. La juventud extrema de ambos sería suficiente para ir encontrando trabas que lentamente fuesen deshaciendo lo que en un momento ellos pensaron que seria para siempre.

El que Leo entendiese que seguramente era una despedida definitiva era lo que en esa noche lo había derrumbado, sintiéndose profundamente dolido al no ser capaz de poder evitarlo.

No imaginaba los próximos días respirar un aire que no tuviese el aroma de ella, como tan poco quería pensar cómo llenaría las horas de esa alegría que tan solo Irene le daba, el miedo a perderla lo había paralizado sobre su propio llanto.

Entre el murmullo silencioso de sus lágrimas se le había colado el eco de unas palabras que repetía junto a sus amigos cuando viajaban de vacaciones, buscamos amores pasajeros. Y este, tan solo debería haber sido un amor de verano.